16 Dec
16Dec

El arte de la fotografía —no el dominio de todos los aspectos que hacen al ejercicio profesional de la fotografía y la edición— se aprende sólo una vez. Consiste simplemente en despertar, activar, ver nacer al ojo fotográfico.             

Primero se despierta al ojo fotográfico (al ejercicio de la observación permanente, a la búsqueda del descubrimiento de lo asombroso), luego vienen los rudimentos de la documentación plástica del mundo, y, finalmente, el ejercicio de una profesión.             


Una vez que el ojo fotográfico ha sido invocado, no se va más. Tampoco se entrena ni se perfecciona, simplemente adquiere experiencia con el correr del tiempo —trayectoria que comparte con aquel que lo posee. De esta manera, es imposible desestimar o seguir de largo ante un amanecer rojo, a la mirada inquietante de un animal, a la perfección de un paisaje que se asoma, al monstruo de crayón en una pared que te devuelve la mirada. El ojo fotográfico ve mucho, demasiado, cada vez más, y ansía verlo todo. 




Ante este amanecer rojo (arrebol, dicen) en San Luis, un miércoles de noviembre, es imposible no detenerse a registrar su breve permanencia en la historia (fotografía en crudo, sin retoque alguno). En el ojo fotográfico están de forma proteica el periodista, el pintor, el filólogo y el arquitecto. 

La belleza busca excusas para cruzarse contigo. Si no te encuentra insiste, adopta diversas formas hasta que consigue tu atención y te distrae. Yo, que nada tengo que ver con el ejercicio serio y profesional de la fotografía (de ellos tengo la mayor admiración), estoy, estaré, íntimamente ligado a la fotografía. 

Aquí, algunas tomas que hice en este año 2023.



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