04 Jan
04Jan

Hay cosas que los profesores detectamos en menos de un segundo. Una postura corporal, un tono de voz, la forma de mirar o de bajar la vista. Una manera de saludar o de evitar saludar, una forma de intervenir en un grupo. Es casi automático. Un profesor proyecta sobre los estudiantes de manera rápida e inevitable los rasgos esenciales de una vida: sabemos a quien le da para más y también a quien no, sabemos cuando alguien está cruzado con su existencia y vislumbramos como, dentro de veinte años o cuarenta, va a seguir encontrando culpables, nos damos cuenta cuando estamos ante alguien que se va a comer la vida, sabemos quien va a tener una existencia lineal y feliz, vemos perfectamente a los cabeza dura que van a ser imposibles de frenar.

Fernando Báez Sosa no fue un chico común. Fue un chico que no se encuentra tan frecuentemente. En él lo que se ve es luz. Mucha luz. 

Fernando era el famoso buenazo, un niño despojado de toda maldad, que emana alegría por todos sus poros. Combinado, ésto, con una inextinguible energía. Era el grandote bueno que no paraba un solo minuto del día. Sin ser brillante, como lo explican sus profesores, pero, imagino, más por no proponérselo que por intentarlo y no poder. A Fernando los días le resultaban con poquitas horas para llenarlo de cosas, de actividades y de personas. 

De ser feliz. 

Por qué Fernando fue un chico feliz, en parte, se explica por el Colegio Marianista, del barrio de Caballito, de la Capital Federal. En esa institución, de un marcado perfil social-solidario, Fernando encontró donde desarrollar su personalidad al máximo. Donde expandirse en sus límites. (¿Alguien, en algún lado, se pregunta por qué era feliz Fernando en el Colegio Marianista? ¿Algún ministerio ha indagado en su modelo? ¿Es lícito decirnos: sí, en el Colegio Marianista, el chico que fue Fernando era feliz, y dar por cerrado el asunto? ¿Alguien sabe el nombre de la persona que becó a Fernando para que pudiera ingresar al Colegio Marianista para ser, además de educado, feliz?) Haciendo deporte, liderando grupos de estudiantes más pequeños en salidas, retiros, expediciones, hasta en actividades de albañilería en escuelas de zonas carenciadas, Fernando era feliz entregándose. No era líder principal, como lo marcan sus profesores, pero tal vez era el que hacía que todos estén con una sonrisa de principio a fin.

Iluminando. 

La luz, que por definición es una forma de energía que ilumina las cosas, se entiende no por sí misma sino por su entorno. Por los demás. Fernando Báez Sosa fue luz. No sorprende la elección de la carrera de derecho por sobre la de educación física. En el deporte encontraba su propia felicidad: en el derecho estaba el resto del mundo y la búsqueda de la justicia.




En la última foto de Fernando Báez Sosa, antes de partir a Villa Gesell, donde encontraría el más inmerecido de los finales, vemos a un joven en la salida del edificio de su casa vestido de pantalones cortos deportivos, remera gris, gomones, mochila y a su lado un bolso.

Los profesores, que vemos a los estudiantes y elaboramos automáticamente informes y proyecciones, cuando vemos una foto como esta vemos otra cosa. En esta foto de Fernando a quienes vemos es a sus padres.

Sus nombres son Graciela Sosa y Silvino Báez

En el piso de esa entrada Fernando podía apoyar sin problemas su bolso (su común e impecable bolso) porque ahí hasta se podría comer. Su remera gris, una remera como cualquiera, está planchada milímetro por milímetro. Su pantalón corto deportivo es muy probable que no sea original pero no importa: está limpio y sano. Sus gomones, lustrosos, nuevitos. ¿Eran nuevos? Apuesto que sí. En la foto de ese Fernando afeitado y feliz, al mirarla, si uno presta atención, se pueden escuchar los interminables consejos y advertencias de Graciela.

Cuando nos encontramos con un chico como el Fernando de la última foto, los profesores vemos en él a los padres. La movilidad social, que es lo que transmite, es una cuestión que no es monetaria en absoluto y que lo es todo de dignidad.




Existe un cuento de Howard Phillips Lovecraft, La búsqueda de Iranon, que siempre me ha gustado leer en clase. Es una forma de ver qué significa ser idealista, cómo es un idealista. No ha dejado de venírseme a la cabeza, mientras escribía este descargo. Iranon, que era un bardo aniñado, se movía de ciudad en ciudad cantando canciones sobre un lugar idílico que existía sólo en su mente. El final, uno de los finales más tristes que leí, dice algo así: …y esa noche, en el viejo mundo, murió un trozo de belleza y juventud. Fernando fue un trozo de belleza y juventud. Fue un joven idealista que emanó toda la luz de la que fue capaz. Y este viejo mundo, de ocho mil millones de habitantes, con la muerte solo de este joven que se llamaba Fernando y que soñaba con ser abogado, se ha vuelto, notablemente, un poquito más oscuro.

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