23 Mar
23Mar

Las grandes obras, los clásicos, aquellos libros que al leerlos el lector acomoda en una pequeña gaveta especial de los recuerdos, tienen una dificultad casi imposible de sortear en un comentario: no la enorme cantidad de cosas que se puedan decir, sino por el contrario, la escasísima capacidad de emitir palabra. 

Los grandes libros provocan estupefacción. 

Qué decir: el tranco de las quinientas páginas, parejo, sin sobresaltos; la forma en la que el rompecabezas se va armando, con piezas apartadas en los primeros capítulos y otras que encajaron perfectas y a su tiempo. 


Una sensación, sí, una aspereza: Dickens suelta una serie de personajes y bendice a algunos con grandes esperanzas y a otros con la ausencia de estas. 

Nacer en la pobreza y llegar a ser un caballero; vengarse demencialmente de un novio fugitivo; hacer rico a un benefactor. Los grandes anhelos de la novela son poco claros, fútiles, y Dickens castiga sin piedad estos sueños. 

Como si en un mensaje moralizante sin intención —sin intención— expresara que, a mayor ímpetu de búsqueda, más vano el proyecto, más inalcanzable. 

Los otros, deseos suaves y progresivos —¿acaso la mediocridad?— se acercan a sus objetivos y los logran, con felicidad. 


En Grandes esperanzas, como en toda la obra de Dickens, está el dinero, la pobreza y la riqueza como alternativas constantemente móviles

Se ha insistido en concebirlo como un autor de denuncia. Erróneamente. El motivo es el retrato de crueldad, realista crueldad de sus escenas. En estos cuadros de Londres, cuna del capitalismo, Dickens comprendió profundamente el mundo que quedaba atrás y el mundo que se avecinaba, que apenas mostraba su volatilidad, y lo contó. Pero advirtió, incipientemente, la movilidad: se puede, en un arrebato de suerte o acierto, o en una carrera lenta de tesón, alcanzar la riqueza, y también se puede perderla. 

No fue denuncia porque no fue una visión parcial, fue brillantez, por el retrato completo de un mundo nuevo.

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